miércoles, 18 de marzo de 2009

La lectora

Tan absorbente era su gusto por la lectura de las novelas de Jane Austen que olvidaba lentamente cualquier otra cosa. Cuando comenzaba a leer Orgullo y prejuicio entraba en una especie de ardor somnoliento: una hipnótica lectura que la dejaba exhausta e inservible para nada más. Durante dos días; si es que tenía que mantener las formas básicas de la rutina diaria: comer con sus padres, vestirse, cruzar el pasillo de vez en cuando para ir al baño - una figura extraviada envuelta en un sueño; en fin, el resto del tiempo no había ninguna otra cosa salvo la historia que contaba la señorita Austen. Los que tienen esta clase de obsesiones comprenden el peligro que entraña satisfacerlas pero no pueden evitar abandonarse a saborearlas con esa somnolienta violencia, la de la vista fija en las líneas de texto, tan dulcemente hipnótica que lo va cansando a uno hasta dejarlo melancólico como en un sueño. Así sucedía cada vez. Pero cuando llega el final, los obsesos lo saben bien a pesar de sus íntimas satisfacciones, cuando la vista ya no tiene líneas de texto a las que agarrarse y la mente se desprende de la tirantez de un poderoso argumento, entonces el obseso tarda todavía un poco en reconocerse de nuevo, en volver a sus otras cosas, esas obligaciones, con uno, con los demás, con quién sabe qué. Camina como en un ensueño un poco más, pero un ensueño que se vuelve melancólico, que le deja un poco exhausto, y tarda en reconocer lo que hay a su alrededor como si tuviese las pestañas espesas de legañas.

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